Fue un golpe. Bajo. Directo al corazón. Retrocedí treinta años y los volví a vivir. Eso me pasó al leer y escuchar los primeros comentarios sobre el Informe de la Comisión de Tortura.
Volví a tener un hijo de un año y otro de tres meses en mi vientre, a sentir miedo, a estar totalmente desamparada y a merced de personas que no conocía, que me amenazaban a mí, a mis hijos, a mi marido. El encapuchado que no sabía quién era, pero él sí me conocía, los tenientitos de uniforme que me despertaban a cualquier hora de la noche para "conversar", el Wally, que me contaba todos los días que había pasado a la casa de mi mamá a ver al "cachorro", que era lo mismo que decirme que mi hijo estaba en sus manos. La foto de la cédula de identidad de mi marido, ampliada, muy grande, entre las de otras personas para que les dijera si los conocía. Vomitar sangre y temer por la guagua. Y siempre con la vista vendada de cara a la pared.
Luego, el exilio. Quince años en un país que nos acogió, en el que mis hijos vivieron libres, en el que a veces fui feliz, pero en el que faltaba mi chilenidad. Me quitaron todo. Y el regreso en 1990. Recién ahí me di cuenta de todo lo que había perdido. Criar a mis hijos en su país, cerca de sus afectos, con su familia, crecer chilenos. Quince años sin poder trabajar, sin previsión y al volver darme cuenta que era demasiado vieja para conseguir el trabajo que me correspondía. Un trabajo que antes de partir tuve y en el que habría podido desarrollar y prepararme para que cuando tenga que jubilar lo pueda hacer decentemente. El entorno familiar desparramado por el mundo. Los mayores acá, sufriendo; algunos murieron sin que pudiéramos despedirnos.
Recién ahora me he atrevido a hablar de esto en la Comisión, pero no fui capaz de ponerlo en palabras. Me propuse contarlo todo, pero no fui capaz, sólo dejé constancia de donde estuve, entre quienes estuve y a quienes conocí. Y lo más importante, de quienes nos ayudaron, porque hubo gente que nos ayudó. A pesar de toda esa mierda, hubo dos personas, un sargento y un coronel (uno me conocía, el otro no) que tenían puesto el corazón donde corresponde.
¿Cómo se puede pensar que eso se puede reparar? ¿Con qué? ¿Se imaginan que me van a devolver esos quince años? ¿Piensan que existe un mecanismo mágico para retroceder el tiempo y poder volver a vivir esos años como me correspondía, como era mi derecho y el de mis hijos?
¿Qué se puede hacer con el dolor y con esos quince años?.
Por mi querida amiga
Any. Mi admiración para ella por haber dejado tan bien escrito el sentido testimonio de su experiencia (Publicado además en "La Nación" en noviembre 2004)