jueves, 16 de septiembre de 2010

El sentido del Centenario, Chile en 1910

Los historiadores han debatido durante años acerca del verdadero sentido del Centenario de la Independencia de Chile. La visión que ha trascendido destaca cierta «bipolaridad» de los contemporáneos al respecto. Así, mientras un segmento de la sociedad tenía mucho que celebrar, otro, mayor, tenía mucho por qué llorar.

Claramente la conmemoración adquirió la forma de festejos organizados por la aristocracia, que se sentía heredera de las gestas heroicas de sus antepasados, los constructores del Chile que ellos recibían orgullosos.

En el polo opuesto estaban los desposeídos, los desplazados, quienes experimentaban las dolorosas realidades a que hacía referencia el concepto «cuestión social» y que veían cómo los años se les pasaban raudos entre el sufrimiento y la miseria. La masa obrera y campesina, planteaban algunos, no tenía nada que celebrar en 1910.

Los cambios en la economía con el auge salitrero se evidenciaron en primer término en la mano de obra minera, de gran densidad, y con la localización de las salitreras en el desierto, donde cada explotación significaba una concentración urbana.

Los obreros del salitre estuvieron sometidos a condiciones de vida y de trabajo realmente duras y paupérrimas, entre otras cosas porque, en lugar de recibir un salario digno, se les pagaba con fichas que debían cambiar en las abusivas pulperías de las oficinas, condenándolos a una vida ligada a la salitrera, sin mayores expectativas.

Las ciudades que no eran enclaves mineros, como Valparaíso o Santiago, tampoco estaban preparadas para albergar decentemente a las masas de antiguos peones e inquilinos rurales que comenzaban a repoblarlas. Las expectativas de oportunidades económicas pronto se esfumaban, pues se trataba de trabajos en las industrias, en la construcción o en actividades portuarias cuyas remuneraciones distaban mucho de ofrecer una alternativa digna de subsistencia, y con jornadas laborales escandalosamente sobrecargadas. Así, el antiguo inquilino o peón de fundo devino en proletario de la ciudad.

La miseria no se hizo esperar. El nuevo proletariado debía refugiarse en los confines de la urbe, y de ese modo, proliferaron los famosos conventillos, ranchos y «poblaciones callampa». Hacia 1910 Santiago ya contaba con 1.600 conventillos, en los cuales habitaban una 75.00 personas. La pobreza, el hacinamiento, las enfermedades, problemas sanitarios y altas tasas de mortalidad infantil fueron los principales reflejos de ese fenómeno.
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Extractado del artículo "Chile en 1910: El Centenario de la muerte", del historiador Andrés Baeza, que es parte del libro "XX Historias del siglo veinte chileno", publicado por Ediciones B, Santiago, 2008, págs. 19-80.

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