Por Santiago Escobar Sepúlveda (*)
La muerte de Pedro Antonio Marín, o Manuel Marulanda Vélez, o simplemente Tirofijo, en las entrañas de la selva colombiana, tiene un hálito de la tragedia que alumbra la novela “La Vorágine” de José Eustasio Rivera. En ella se describe como la selva, con todo su horror y salvaje violencia, domina a los seres humanos y los transforma en criaturas irracionales. La frase final parece el epitafio de Marulanda y las FARC: “Los devoró la selva”.
Luego de 60 años en guerra con el Estado, 44 de los cuales como jefe de las FARC, ni Tirofijo era el mismo que entró a la selva, ni tampoco lo era su guerrilla. La ideología contra la injusticia y la violencia del Estado conservador que en 1948 lo echó al monte, se había rutinizado en la simple sobrevivencia de un aparato militar que no aspiraba a ganar sino a no perder. Y que para financiarse hacía lo mismo que cualquier banda armada que controla un territorio. Explotar las fuentes de recursos significativos que este le ofrecía, en este caso desde el narcotráfico hasta la industria de los secuestros. Aunque ellos no fueran inventos económicos de la guerrilla. Sabía que su única posibilidad de futuro estaba en la paz y en las ciudades, pero no tuvo habilidad ni confianza para conseguirlo.
Es un hecho que la interpretación más obvia es que al debilitamiento político y militar de la guerrilla de los últimos meses, con bajas importantes en su mando máximo, se agrega ahora la muerte de su líder mítico, quizás el último elemento básico de su cohesión, lo que sería el fin de las FARC.
Pero el relato no está completo si no se considera dos dimensiones esenciales de la ecología política colombiana, y que hacen que todo vuelva a ocurrir. La primera es su capacidad prodigiosa para producir fenómenos violentos, de los cuales las FARC es sólo uno más, aunque fuera el más desafiante para el Estado colombiano en las dos últimas décadas. A el se debe agregar el narcotráfico, el paramilitarismo, y toda la criminalización del poder político, cuyo ejercicio gamonal ha terminado haciendo del asesinato de dirigentes políticos la variable de mayor regularidad en el sistema político colombiano.
La segunda, íntimamente vinculada a la primera, es la capacidad de la política colombiana para fabular relatos acerca de la democracia, la honradez y la paz, mientras a vista y paciencia de todos se violan acuerdos, el poder político se colude con el crimen organizado y la pedagogía del terror domina el imaginario de los contendientes políticos. Quien examine la historia reciente sabe que Macondo no es un exceso, y que Marquetalia, Envigado o Casanare funden realidad y fantasía de manera trágica.
Estas dos dimensiones, que han marcado la vida colombiana desde hace medio siglo, vuelven al tapete a propósito de la muerte de Marulanda y la eventual derrota definitiva de la guerrilla.
A juzgar por las declaraciones de las autoridades no está decidido el curso de acción a seguir. Algunos abogarían por una arremetida final de exterminio contra la guerrilla, y otros por mostrar prudencia y entreabrir la puerta para una rendición con garantías, que proteja a los rehenes y genere paz.
Lo más probable es que la iniciativa militar domine a la lógica política bajo el argumento de que lo que ha destruido a las FARC es la acción de guerra, que con asesoría norteamericana, han llevado adelante las fuerzas armadas desde el año 2003. Por supuesto tiene sentido esforzarse por desbandar a la guerrilla con llamados a desertar para impedir bajo cualquier circunstancia que su nuevo mando militar logre articularse. Pero la lógica militar indica que es el momento de operaciones militares intensificadas, y así se desprende de las duras declaraciones del Ministro de Defensa José Manuel Santos.
Ello pondría a la nueva dirigencia de las FARC ante el dilema de rendirse, casi de manera incondicional, o enfrentar una guerra a muerte. Caso en el cual la peor parte la pueden sacar no los combatientes sino los más indefensos, en este caso los rehenes, que constituyen el escudo de supervivencia que le queda a la guerrilla.
Es difícil que un llamado a la prudencia y al diálogo, que sería lo más aconsejable, tenga efectos sobre el gobierno colombiano si no va acompañado de una fuerte presión internacional, porque lo que más crédito político le daría a Alvaro Uribe sería la derrota militar total de la guerrilla, incluso si ello ocurre con daños colaterales como se les llama ahora a la muerte de inocentes en operaciones militares.
Mientras tanto, Pedro Antonio Marín, Tirofijo, igual que Arturo Cova, el personaje central de La Vorágine, antes de su muerte podría haber escrito esta reflexión de despedida: “Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó a las pampas, para que ambulara vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin dejar más que ruido y desolación”.
Porque Colombia entera es una novela.
(*) Tomado del diario electrónico "El Mostrador" del 26 de mayo de 2008.
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