Sin embargo, yo creo que lo primero es reconocer que la cultura política y de conformación de la sociedad en los países árabes tiene diferencias con el resto del mundo. La cultura árabe, respaldada filosóficamente en los preceptos del Corán, permite, avala, liderazgos personalistas, hereditarios, más cerca del estilo feudal de la Edad Media europea que de las formas democráticas y participativas de las últimas décadas en gran parte del mundo.
Por eso en el mundo árabe «menos contaminado por occidente» abundan los largos regímenes encabezados por emires, sultanes, reyes o presidentes vitalicios. No solo en Túnez y Egipto, sino también en Libia, Irán, Irak, Arabia Saudita, Marruecos, Jordania, Siria, Omán, Yemen, Qatar, Emiratos Arabes Unidos, Afganistán, Etiopía y muchos más.
Argelia, por la larga presencia francesa; Turquía, por su empeño en ser europeo; y El Líbano, que fue convertido en centro financiero del Mediterráneo, son casi las únicas excepciones, dándose en ellos actividad política con más variaciones, partidos, elecciones, lo cual tampoco les ha asegurado demasiada estabilidad.
En este contexto cultural y político es que las manifestaciones populares que acabaron con el régimen tunecino en enero y las que terminarán con el gobierno de Mubarak en Egipto son tan destacables.
Es la gente que ha salido a las calles a pedir cambios, sin conducción definida, sin buscar el liderazgo de la oposición formal. Es su cansancio por la corrupción de la familia en el poder, por los abusos policiales, por la falta de participación.
Más allá de lo que resuelvan las grandes potencias para dar una salida política a la crisis en Egipto, lo que ha ocurrido es un hecho político importante, tan importante como lo es Egipto en Medio Oriente y en la historia y la cultura de la humanidad.
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