Ha pasado ya una semana y no he podido escribir todo lo que quisiera para recordar a Carmen Silva. Las ideas se agolpan pero no se ordenan y no he podido expresar el cariño inmenso que le tenía, la gran admiración, el respeto y agradecimiento por su ejemplo de vida y su compromiso, su coherencia, su forma de acogernos a todos. Y la tristeza profunda que me deja su muerte. Pero por suerte hay amigos que escriben mejor que uno y por eso subiré aquí la nota que publicó Santiago Escobar en el semanario electrónico "Primera Piedra":
La conocí el año 1971 en una actividad política del Regional Santiago Centro. Solo un par de meses después me enteré que era pintora. Tardé, talvez cientos de meses en comprender toda su dimensión artística, que a veces pasaba desapercibida por su calidez y entrega a los otros. Ahora que acaba de terminar la ceremonia de sepultar su cuerpo, de esa manera sencilla y laica como a ella le gustaba, pienso que el país, especialmente por la ceguera constante y mezquina del Partido Socialista en el que ella militaba, perdió la oportunidad de reconocerle en vida su enorme contribución a la cultura y la democracia de Chile.
Una triste corona y el solitario protocolo de rigor de la ministra de Cultura fueron todo el homenaje oficial que recibió Carmen Silva. Pese a la declarada vocación gubernamental de reparar las injusticias de género. De las cuales ella era casi un ejemplo emblemático. En cambio, se fue arropada en el cariño de sus seres más íntimos y en el de humildes amigos, que le leyeron poesías, pasajes de libros con entrevistas suyas y le cantaron.
Es difícil encontrar una persona tan múltiple e integral como Carmen Silva. Artista plástica sublime, madre, abuela, activista política, dirigente barrial, maestra de generaciones de pintores en Chile y Ecuador, reina sandunguera. La musa de los años cincuenta la llamó El Mercurio. Para quienes fuimos sus amigos fue una musa de todos los tiempos. Vital en todos los sentidos, espiritual y carnal al mismo tiempo, llena de un compromiso político permanente.
Como dije, la conocí en los años setenta, cuando paseábamos nuestra ferocitas y nuestros sueños por el país durante la UP. Necesitábamos un vehículo para trasladar un material gráfico al cordón industrial Vicuña Mackenna. Alguien me dijo no te preocupes, la Carmen Silva lo tiene solucionado. El vehículo de marras resultó un auto elegantísimo, con chofer y todo, de propiedad personal del Ministro de la Vivienda de entonces, Luis Matte Valdés, quien era su amigo.
En la actividad política de la época, especialmente la laboral en los cordones industriales, ella se movía con la fluidez y soltura de cualquier dirigente sindical. Pero sus vínculos sociales la hacían pasar con la misma naturalidad a relacionarse con ministros, altos funcionarios o el secretario general del PS, Carlos Altamirano, quien era pariente suyo. Frente a unos y a otros siempre tuvo el mismo inclaudicable discurso de compromiso.
Años después, las vueltas del exilio me hicieron encontrarla en Ecuador, donde retomamos nuestra amistad. Siempre abrazando las causas contra la dictadura y haciendo cabeza del PS en Ecuador. Pero también haciendo suyas las causas del pueblo ecuatoriano. En eso era una latinoamericanista convencida. Parte de ese amor por Ecuador lo volcó en pinturas impresionantes de personajes y lugares proscritos por la cultura oficial de ese país, especialmente el Valle del Chota, un enclave de cultura negra en plena sierra ecuatoriana, olvidado y sin vínculo con la cultura negra esmeraldeña de Ecuador. Me recuerdo su excitación cuando, con su amigo afroecuatoriano el poeta Antonio Preciado, lograron concretar el primer encuentro intercultural entre esas dos zonas. En más de una sede de marimba esmeraldeña, en la costa ecuatoriana, o de alguna choza del Valle del Chota, debe haber una foto de una señora de blusa blanca y falda negra artesanales, inusualmente alta y con un pelo negro largo, violentamente echado sobre sus hombros, que con una sonrisa franca nos rie desde lejos. Esa es Carmen Silva.
Muchas veces farreamos o hablamos de política. Su casa era una puerta abierta a la tertulia, lo mismo con un simple café que con un ron. Pero a mi me gustaba ir a verla dar clases en la Universidad Central. Allí adquiría una dimensión fuera de toda serie. Pese a su cultura renacentista, explicaba la forma del cuerpo humano de una manera mórbida. El rostro, decía para corregir, está compuesto por una especie de globos armónicos que adquieren su carácter una vez que la carne y los músculos les envuelven.
Parte de su coraje personal lo demostró cuando al volver a Chile uno de sus nietos, hijo de su hija Carmen y de Jaime Zapata, un joven y enorme pintor ecuatoriano, enfermó de cáncer. Puede que la ciencia médica haya hecho mucho, pero para mi lo curó la voluntad de su abuela.
Es en esos mismos años en que se transforma en una gran dirigenta vecinal y activista cultural del barrio Bellavista. Dándole una humanidad que el licor fácil y las políticas productivistas de la ciudad ahogan. El cerro, los globos y los extraños personajes, como el Elvis, llenan sus cuadros.
Vive de manera sencilla de sus pinturas y sus clases, con las dificultades económicas propias de los dignos, alejada de la farándula cultural del oficialismo, sin ninguna clase de reconocimiento o facilidad para su arte.
En un libro fenomenal de entrevistas a mujeres escrito por su íntima amiga Mili Rodríguez "Todos me amaban y ninguno me pagaba la luz", queda plasmada con sus propias palabras su opción y su historia, sin edición de ninguna especie, según me confesó la escritora. Es que era ella, tan auténtica, total e irreverente que no requería edición, “yo no tenía derecho a agregar o quitar nada a lo dicho” me dijo Mili. Parte de esa entrevista, con definiciones de vida, es el texto que leyó su nieta Natalia Zapata en su funeral.
No siento tristeza sino un poco de bronca. Porque con Carmen Silva se cumplirá inevitablemente una cruel sentencia de Jaime Zapata, su yerno y en parte uno de sus discípulos dilectos, quien comentando las dificultades del arte dijo “seguramente cuando muramos subiremos de precio”. Carmen Silva ya estaba en la Sala Nemesio Antúnez del Museo Nacional de Bellas Artes mucho antes de morir. Por lo menos seguiremos gozando de algunos de sus cuadros, de esos rostros dulces e infinitos de colores pasteles, antes que ellos adornen las paredes de los poderosos, a los que Carmen combatió de manera inclaudicable.
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